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Gustavo De la Rosa

20/04/2024 - 12:04 am

Las pensiones de los trabajadores envejecidos en la faena

Esta experiencia de la solidaridad colectiva de los trabajadores me ha acompañado desde que tengo uso de la razón, pues mi padre era dirigente sindical cuando Pedro Infante cantaba “Amorcito Corazón” y Jorge Negrete “México lindo y Querido” y los términos sindicalismo, comunidad y solidaridad siempre fueron el ingrediente de la charla y las memorias de mi padre y el testimonio en voz de mi madre.

“[En el retiro] creo que mi padre estuvo más tranquilo que yo”. Foto: Daniel Augusto, Cuartoscuro
El nudo visible de la polémica actual entre el PAN y Morena sobre las reformas al sistema de pensiones –son 45 mil millones de pesos, y en beneficio de quién se administran– es tan sencillo, pero tan complejo al mismo tiempo.

Los panistas quieren que los recursos de las cuentas abandonadas se administren en beneficio de los bancos, los morenos queremos que se administren en beneficio de los pensionados: 45 mil millones de pesos es una cantidad muy pequeña para la constitución real y funcionamiento eficaz del “Fondo de Pensiones para el Bienestar”, pero, ¿quién debe administrarlos, el estado o los bancos?

Nosotros desde la Izquierda, del momento histórico, consideramos que los fondos de pensiones laborales deben construir la solidaridad entre los trabajadores, no el individualismo egoísta y competitivo de los “aspiracionistas a la frustración económica”. Cada quien según su forma de pensar tomará partido en este tema. Este es uno de los puntos que verdaderamente establecen la diferencia de pensar de los prianistas y los que estamos construyendo la 4T. Y pone a prueba a la sinceridad de estos últimos.

Mi experiencia de vida es la siguiente:

Mi padre fue pensionado y murió en 1991 a los 87 años de edad en una sala de hospital del Seguro Social en Ciudad Juárez. Y dejó una pequeña pensión para mi madre y mi hermano Eulogio que vivió con Síndrome de Down hasta los 69 años y nos hizo felices a los 10 miembros de la generación de hermanos.

Pero, ¿cuál fue su caminar por la vida del trabajo que lo llevó a ser pensionado?

Él nació en Aguascalientes en 1904, se refugió en El paso Texas desde 1915 hasta 1924, Cuando recién casado regresó a México, sostuvo a su familia, al principio pequeña y después enorme, con la fuerza de su trabajo. Cuando se establece el Seguro Social en 1941, el proceso de afiliación de los asalariados fue muy lento a pesar de que trabajaba en la compañía de Luz y Fuerza en la comarca lagunera, antes de la nacionalización de tal suerte que llegó a los 50 años, que en aquel entonces significaba entrar en la vejez, sin tener ninguna alternativa de sostenimiento económico para los años por venir, más que el apoyo de sus hijos, que éramos muchos pero con muy pocos ingresos.

Finalmente tuvo la oportunidad de ingresar a una empresa, Celulosa de Chihuahua, que incluía entre sus prestaciones la afiliación al sistema de seguridad social y empezó a cotizar para el Instituto a partir de 1959. En las primeras charlas de sobremesa donde se trató el tema de las prestaciones de seguridad social mi padre nos explicó que para poder ser jubilado por el Seguro Social necesitaba alcanzar un mínimo de 500 cotizaciones semanales, es decir trabajar alrededor de 10 años cotizando para su futuro. Él estaba cerca de los 60 años y pensar en 10 años más, cuando el promedio de vida era de menos de 70 años, significaba pensar que en cualquier momento las cosas se podían complicar en la vida. Perder su trabajo y no obtener un empleo con seguridad social.

La incertidumbre era permanente, aunque no cotidianos en la familia. En 1965 dejó el trabajo al intentar organizar un sindicato independiente en la empresa y tuvo que venirse a Ciudad Juárez. Yo había viajado a esta ciudad dos años antes. Mi padre se encontró ante la posibilidad de perder sus derechos jubilatorios cuando ya tenía una edad avanzada. Aquel fantasma del abandono en los últimos años que se escondía tras la puerta apareció.

Buscó trabajo en la frontera, era un destacado mecánico electricista, y finalmente pudo contratarse como encargado de mantenimiento eléctrico en una empresa de autotransportes de Juárez a El Paso, Texas, conocida como los camiones rojos en la ciudad.

Su sueldo ya como un anciano con pocas alternativas de trabajo era apenas superior al salario mínimo, pero la meta para jubilarse estaba a la vista: debía trabajar afiliado al seguro social de 4 a 5 años más. Y eso era posible y se dedicó con la misma decisión de todo lo que hacía a cumplir día a día en la empresa que lo había afiliado al Seguro Social. Finalmente lo logró y empezó con los trámites. A pesar de que la pensión que recibía era un salario mínimo, en aquel entonces un salario mínimo era bastante digno para enfrentar la vida cotidiana y sus gastos.

Todos los meses desde que llegó el primer pago del Seguro Social hasta el día que falleció, el Estado mexicano, a través del Instituto, cumplió puntualmente entregándole su cheque de pensión y al morir la pensión de viudez y de invalidez de mi hermano Eulogio.

Esa fue la gran experiencia de mi vida con relación al sistema de seguridad social en el país.

Cuando en 1997, en plena etapa negra neoliberal se reforma la ley, para establecer las Afores y los requisitos los elevaron a  mil 250 cotizaciones semanales, y un mínimo de 65 años, advertí y lo expresé de diferentes maneras y en diferentes espacios, la injusticia que se estaba cometiendo contra los trabajadores mexicanos: trabajar 25 años y cumplir 65 de edad para aspirar a una pensión, con los salarios que ya se pagaban, sería una pensión miserable, y los únicos que ganarían una vez más serían los bancos que administraran los fondos de pensiones de los trabajadores mexicanos. Y siguen ganando, y siguen siendo defendido por los prianistas.

Tratan de terminar con el sentido de solidaridad natural entre los asalariados, qué fácil entienden que de uno en uno difícilmente pueden salir adelante pero en colectividad, en comunidad, el futuro se simplifica.

Esta experiencia de la solidaridad colectiva de los trabajadores me ha acompañado desde que tengo uso de la razón, pues mi padre era dirigente sindical cuando Pedro Infante cantaba “Amorcito Corazón” y Jorge Negrete “México lindo y Querido” y los términos sindicalismo, comunidad y solidaridad siempre fueron el ingrediente de la charla y las memorias de mi padre y el testimonio en voz de mi madre.

Cuando terminé mi carrera como licenciado en derecho, instalé mi despacho especializado en representar legalmente a trabajadores y la razón social desde 1974 es Despacho Obrero. Y hemos añadido de Derechos Humanos.

Ahora con 78 años de edad, calculo cuándo podré pensionarme como trabajador de la universidad y cuánto pudiera ser el importe de mi pensión. Con suerte podré jubilarme a los 84 años, y recibir una pensión menor a 10 mil pesos actuales, es decir, menor al salario mínimo en la zona fronteriza.

Tal vez tuve la suerte de vivir un México que brindó más oportunidades a los jóvenes para convertirnos en profesionistas, para participar en la política electoral desde la izquierda, pero viendo el final del camino siento los efectos de la etapa negras del neoliberalismo mexicano. Soy profesionista, he sido exitoso, incluso Diputado, pero al final todo se reduce a la pensión que deberás de recibir cada mes para enfrentar los últimos años, y creo que mi padre estuvo más tranquilo que yo.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.

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